Felicidad (vaya nombre más inapropiado) era una mujer desgraciada. Todo el mundo lo decía y es que su desgracia se traducía con demasiada frecuencia en moratones en su cara que ella trataba de esconder tras un pañuelo enorme.
—Me he caído por la escalera— decía.
Pero tantas veces amoratada hacían pensar a sus vecinos que, o tenía que arreglar la escalera o algo sucedía en su intimidad.
Felicidad se esforzaba en disimular sus “percances”
—El suelo estaba recién fregado y me resbalé— se justificaba.
Muchos pensaban que el señor Justo (vaya nombre menos cabal) era empleado del metro y era un hombre cabal. Era uno de los empleados que abrían y cerraban las puertas de los vagones. Pasaba ocho horas semi encerrado en un reducto de barandillas metálicas y se sentía dios haciendo sonar el pito y que la gente corriera para alcanzar el tren. Se reía para sus adentros cuando algún viajero rezagado entraba al vagón dando trompicones de pura prisa.
Volvía a casa a eso de las ocho y recalaba en el bar de Juanito donde le esperaban sus amigos de siempre. Nunca faltaba el sereno que poco tiempo después empezaría su ronda por el barrio. El hombre dejaba su garrote apoyado en la barra del bar, siempre bien vigilado. Era su arma de defensa contra las agresiones de algunos borrachos, algunos fijos y otros ocasionales, pero todos empeñados en llevar razón en sus exigencias y no pagar sus servicios.
El señor Justo era un simpático señor al que le gustaba gastar bromas a todo el mundo y que siempre iba vestido con un traje impecable sobre unos zapatos brillantes hasta reverberar. Se lucía por el parque en las mañanas que estaba libre de trabajo como un pollito pera.
Felicidad acompañaba a su marido en el paseo dominical. Él la llevaba agarrada del brazo siempre, como si pretendiera no dejarla escapar o como si mostrara a todos que Felicidad era su propiedad.
Él en cambio, miraba y remiraba de arriba abajo a las señoras de buen ver y a las jovencitas que pasaban alocadas por sus pocos años.
Una noche la vecindad se despertó ante las llamadas de auxilio de la señora Felicidad desde su ventana.
Algunos vecinos corrieron a auxiliarla. Felicidad gritaba y nadie entendía lo que decía. Los más cercanos entraron al portal y subieron hasta el rellano del 3o izda.
Felicidad estaba entre el 3o y el 4o que era donde ella vivía. En el tramo de escalera entre las dos plantas estaba don Justo tendido en el suelo, sangrando por la frente. El practicante del 1o dcha. intentó reanimar al caído y después de unos minutos de maniobras certificó la defunción.
—Hay que avisar a los guardias y que nadie toque nada.
El sereno fue el que guió a los civiles.
—¿Nadie ha tocado nada?— preguntó el cabo. ¿Alguien sabe o ha visto qué ha pasado?
Entonces todos (los vecinos, el sereno y los guardias) miraron a la señora Felicidad.
—¡Las malditas escaleras éstas! Yo me he caído por ellas 15 o 20 veces y no exagero. Por eso llevaba tantos moratones en mi cara. La gente pensaba incluso que mi Justo me pegaba. Ahora se demuestra que decía la verdad. Mi Justo era un santo. ¡Pobre mío!
Llegó el juez y luego los de la funeraria y lo llevaron al depósito para lo de la autopsia. Algunas mujeres trataron de consolar a Felicidad. Una hora después se retiraron dejando que la viuda se encerrara en su casa.
Felicidad cerró tras de sí y se apoyó en la puerta para descansar. En la percha colgaba flácido el uniforme del metro. Felicidad sacudió una manga para limpiar una posible polilla. Luego se sentó en su sillón, respiró profundamente y se sonrió.
—¡Y bien fregado que estaba! y, sobre todo, bien enjabonado lo dejé!
Y se sonrió feliz…
Reportaje publicado en el nº 399 de la Revista de Torre. Puede descargar el archivo pdf de la revista aquí